En días como hoy,
cuando se reanima mi niñez, y la neblina del tiempo permite re-vivir mi
pasado para recordar aquellos días de Reyes, como por ejemplo; la vez cuando
entre todos los regalos, había un enorme carro de policía, una patrulla de
latón, pintados los bustos de los patrulleros en las ventanillas del negro automóvil; lo singular era, que en uno de sus lados estaba abollada la latonería, me
explicaron mis padres que seguramente, (hoy
no tengo dudas de que así fue) uno de los camellos, obviamente sin querer, lo pisó con su pata.
Las cosas han cambiado; en esta época dónde los niños
tienen IPhone, BB, Tablet, Ds, Wii, etc; hablando con mi hija, comenzamos a comparar sus juguetes con los que yo tuve; no es que me diera cuenta porque
siempre lo he sabido, tampoco lo recordé porque están todos los días conmigo;
pero me dio la reflexiva oportunidad de mencionar algunos, y la forma en la
cual; más que distraerme, distraídamente
pasaba mi niñez.
En aquellos días realmente no pedía muchos juguetes, básicamente por dos cosas:
en primer lugar la oferta no era mucha y en segundo término no siempre los
obtenía. No obstante; contaba por
ejemplo, con la brisa que hacia elevar mis multicolores zamuras, barriletes o
papagayos hasta el cielo, y en soledad, yo, lograba tocar las nubes, sobre todo
en ese preciso momento en que la tarde deja de serlo y, entre anaranjados y
rosas, da paso a la noche.
Había (ahora son menos) unos juguetes muy resistentes: los árboles, desde donde
ejercía la altura, directamente proporcional a mi capacidad de “moniar”, allí
acariciaba la oportunidad de ser, eso aumentó
mi decisión y voluntad de ser libre. Lo máximo era tener una casa con uno y uno
con una casa.
Siempre me llamó la atención el ondulante rojo de los desafiantes techos, que
algunas veces, muy pocas, me hicieron subirlos.
Los golpes, de lo que ahora sabemos era adrenalina, hacía romper records en
alocadas carreras, cuando jugábamos al
escondido de noche y alguien sintió que lo tocó la mano peluda.
Era necesario, al menos, un amigo y una letra: la R, para comenzar a correr
como perseguidos por fantasmas, todo lo que tenías que hacer era tocar al otro
y decirle: “eres”, obviamente mientras más personas, más divertido.
Las hipnotizantes metras, que en el
joven principio infantil perdía; pero luego desarrollé un muy respetable
“volado” con el cual gané muchísimas, que como mitológicos ojos de colores, guardaba
en una lata de leche Reina del Campo, con ellas aprendí; reforcé, el gran poder
de la perseverancia.
Cariaprima era el nombre del rio, cercano a mi casa en Bárbula, donde, todos
los días, sin ninguna necesidad, me bañaba; luchando contra el irresistible
frio del agua, que refrescaba los bosques de las circundantes montañas, de donde
eventualmente bajaba una caprichosa neblina que envolvía mis esperanzas.
Por supuesto Deiker, mi fiel perro; de ninguna raza, impresionantemente
inteligente, muchas veces creí que leía mi pensamiento, porque hacia lo que yo
esperaba de él .
Montones de libros, donde, sin permiso de nadie, me introducía en sus páginas
para acompañar a los personajes en sus aventuras.
La impresionante bóveda celeste mostrándome las milenarias estrellas que me
arropaban y abrieron la puerta a los sueños; mis sueños, que siempre me han
guiado.
Y, por supuesto, el infaltable lápiz para escribir un silente ideario,
probablemente colectivo, que continua apasionándome.
No le mencioné los gurrufios, perinolas, trompos, etc; porque al parecer, con
una infantil sonrisa, me quedé dormido.
A ella le gustaron mis juguetes, tanto que prometí, buscar un palo de mango
para que ella aprenda a moniar, y nuevamente me di cuenta que; aunque yo
hablaba de mundos en pasados sutiles, entendí que sigo haciendo camino, considerando
que un primo suyo le dijo: “yo cambiaria mi Ipod, por andar en bicicleta como
tu papá.